“A las cuatro, el sol cubrió el cuadro con una intensidad diferente, y las figuras de atrás, que durante las primeras horas parecían figuras borrosas, parecieron salir de sus rincones oscuros. […] Poco a poco, me fui dando cuenta de que había tantos cuadros del Hijo Pródigo como cambios de luz…”.
Lo cuenta Henri J.M. Nouwen en su libro El Hijo Pródigo, Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, tras tener la oportunidad de pasar varios días delante del cuadro en San Petersburgo.
Una imagen que no es la misma imagen según el momento en que se mira. Un cuadro que no es nunca ni siempre el mismo, y que resulta ser tantos cuadros como tantas veces lo contemplemos según cómo le dé la luz.
Lo que el tal Henri vivió con esta obra, lo experimentamos todos con cada botella que abrimos. Un vino no es el mismo vino si lo abrimos hoy a que si lo abrimos dentro de un año.
El vino de la primera copa que servimos no es el mismo que el de la última. En la última el oxígeno y la temperatura ya han hecho su trabajo, y ese líquido se muestra más abierto y con más matices en comparación a cuando lo probamos, con la botella recién descorchada.
Vino y arte. Rembrandt y los taninos. Ahora cada vez que percibo cómo evoluciona un vino en la copa me imagino a Henri delante del cuadro viendo cómo el cuadro era tantos cuadros cómo veces lo miraba… porque cada vino es tantos vinos como veces lo bebamos.