No hay vino malo, sino copas de menos

Estamos en ese momento del año en el que nos inundan las listas. Del wrapp de Spotify (del que me declaro fan fatal) a las listas de los mejores libros del año, los mejores discos, canciones, reels, moluscos, rupturas y, por supuesto, vinos.
 
Llevo ya leídas media docena y no sé cuál me gusta menos. Cada una de estas listas lleva tantos kilos de ego que acabo con los ojos cargados.
 
La lista de los 10 mejores egos del año es la que me encantaría leer.
 
Dicho esto, aprovecho para reiterar y volver a romper una lanza por los vinos que te gustan porque sí, los que están en tu lista.
 
Hace poco pasé unos días comiendo y cenando tres días seguidos en un buffet libre de hotel. El vino que venía incluido te lo podías servir a discreción en unos tiradores tipo grifo de cerveza: la oferta era blanco, rosado, tinto y sangría.
 
El primer día me serví tinto. No fui capaz de acabarme la primera copa, y pasé al rosado, que resultó ser más amigable.
 
El segundo día probé el blanco y acabé de nuevo en el rosado, que comenzaba a convertirse en un refugio.
 
Para el tercer día, y tras dos copas de rosado le volví a dar una oportunidad al tinto. Y yo qué sé por qué ahí me conquistó.
 
Sería el momento, la compañía, el entorno…
 
Y es que no hay vino malo, sino copas de menos... porque todo vino tiene su público.
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